Después de ver una y otra vez la misma imagen, esa terrorífica imagen que, hasta ese momento, pocos habían sido capaces de imaginar. Después de sufrir el sufrimiento de todos aquellos que se hallaban cerca de la tragedia, esa tragedia que, hasta que no fue retransmitida por televisión, a casi todos nos pareció imposible. Después de llorar con las lágrimas de todos aquellos que habían resultado heridos y de todos aquellos que habían perdido a alguien querido, abandoné mi casa, llena de una soledad insondable, para no ser destrozado y devorado por el pesimismo.
Anduve, durante casi media hora, errante, confuso, intentando borrar de mi retina las imágenes de aquella catástrofe que se había empeñado en caminar junto a mí, intentando arrancar de mi memoria aquellos descomunales derrumbes que me habían hecho tambalear.
Gracias a Dios, llegué a un parque en el que unos entretenidos ancianos parecían ignorar la realidad, esa que a mí me estaba destrozando. ¿Cómo puede ser?, me pregunté al observarlos. Quizás la ignoran porque esa es una realidad que no les pertenece, acabé respondiéndome, tal vez sea que, cansados ya de tantas derrotas y hartos de ver millones de sueños frustrados, han aprendido a vivir sólo en el diminuto espacio que ocupan y sólo en el presente que camina a su lado, tal vez sea, también, que, cansados ya de transitar por el angosto camino de la vida, han aprendido a ir dejando atrás, casi con paciencia, cada segundo que les acerca a la muerte, a ese temido paso que hace tiempo ha dejado de parecerles lejano. Seguramente sea ese el secreto de su tranquilidad, me dije, seguramente la cercanía del último viaje les permita observar las cosas desde otra perspectiva, una perspectiva más real que la que tenemos los que creemos lejano el fin.
Seguí observándolos y estudiándolos, empapándome de su filosofía. Sentí envidia al ver que tampoco les importaba lo lejano, esos lugares en los que me hallaba yo llorando lágrimas de otros, lágrimas pasadas y lágrimas que estaban por llegar. También es lógico, acabé susurrándome, no les importa lo lejano porque sus cansados pies han decidido caminar sólo trayectos cortos.
¿Quién se halla lejos de la realidad, ellos que parecen ignorar lo que ha ocurrido o yo que estoy profundamente apesadumbrado por lo que puede ocurrir?, me pregunté con la sensación de que era otro el que formulaba ese interrogante. No supe contestarme, sólo supe abandonarme y dejarme seducir por ese sosegado mundo lleno de senectud.
No sé cuanto tiempo transcurrió, sólo sé que, pasada una pequeña eternidad y casi sin darme cuenta, encontré la respuesta a esa pregunta que antes quedó sin ella. Yo soy el que se halla lejos de la realidad, me dije, tan lejos que he cruzado los límites del mundo real y camino por otro mundo, intangible, que sólo existe en mi cabeza.
Una bola pequeña era lanzada a varios metros de distancia, después, una bola mayor intentaba pararse cerca de ella, en eso consistía el juego que les entretenía, en conseguir situar unas bolas de metal cerca de esa otra más pequeña y de madera. Dos grupos, de tres integrantes cada uno, se olvidaban de todo su entorno e intentaban ganar esa batalla en la que nunca había víctimas y en la que la recompensa que recibía el ganador consistía sólo en la satisfacción personal de haber triunfado, en un premio que, creado de la nada, ofrecían, sin traumas, los vencidos. Bonita batalla me dije, y después de ver muchas, bonita guerra en la que nada importante se juega y en la que nada importante se pierde, ojalá todas las guerras fueran igual que esta, ojalá la guerra que se aproxima fuera tan destructiva como la que ahora observo, pero no, no será así, por desgracia, se perderá mucho, tanto, que tal vez nunca seamos capaces de recuperarnos.
Volvían a mi retina las imágenes anteriormente observadas, volvía a mi corazón el sufrimiento de todos aquellos que estaban heridos, el sufrimiento de los que habían perdido a alguien querido y el sufrimiento de esos pueblos que sufrirían la ira de los americanos, volvían a mis ojos las lágrimas de todas aquellas personas que, aún estando lejos, se habían situado a mi lado. No he aprendido de vosotros, les dije a los ancianos sin decirles nada, todo este tiempo a vuestro lado, observando vuestro apacible mundo, no ha servido para nada, sigo perteneciendo a ese grupo de personas, por desgracia numeroso, que se sitúan en otros lugares y en otros tiempos, olvidándose por completo del lugar en el que se encuentran y del momento que viven, sigo perteneciendo a ese grupo, por desgracia numeroso, que se olvida de su vida y de las vidas que hacen importante la suya.
Lleno de una profunda melancolía, comencé de nuevo a caminar por las calles de la ciudad, también por los oscuros senderos de ese pesimismo del que, sin llegar a conseguirlo, llevaba algún tiempo huyendo. Fueron intensos minutos en los que desparramé lágrimas, esta vez mías, que se dirigieron hacia dentro, hacia el alma misma, y lo hicieron porque intentaban limpiar la herida que la catástrofe y sus consecuencias habían producido. ¡Cuánto dolor estaba soportando y cuánta aflicción padeciendo!, la noche de todos los mundos me había rodeado y parecía querer engullirme y hacerme desaparecer.
Gracias a Dios, llegué de nuevo a un parque, pero en este, al contrario que en el otro, la vejez apenas aparecía, la infancia era la que lo gobernaba, con todas sus risas y todas sus ilusiones, con todas sus voces y todas sus ansias, con toda su vitalidad. Allí observé que los niños, al igual que los viejos, parecían ignorar lo que había ocurrido. ¿Quién se halla más lejos de la realidad?, volví a preguntarme con la sensación de que era otro el que me formulaba el interrogante.
Observando ese mundo de juegos y de risas, ese diminuto pero gran mundo, me di cuenta, al igual que me había sucedido antes, que el que se hallaba lejos de la realidad era yo, los niños eran los que la vivían intensamente, los que, absortos de todo el entorno que se situara fuera de ese parque, vivían el presente y disfrutaban de él, creciendo, como no, al acumular experiencias, sin embargo yo, situado en el pasado y en el futuro, situado también en lejanos lugares, no sólo no crecía al perderme todas las experiencias del presente, sino que iba muriendo y despedazándome en trozos que iba dejando en el camino, muriéndome por muertes de otros que ya caminaban hacia el pasado y despedazándome en trozos por muertes de otros que todavía no habían llegado. Tampoco he aprendido de vosotros, les dije a los niños sin decirles nada, todo este tiempo observando vuestro divertido mundo no ha servido para nada, sigo perteneciendo a ese grupo, por desgracia numeroso, que viviendo en el pasado o en el futuro se pierde todos los presentes.
Con un profundo dolor y una angustiosa frustración, me di cuenta de que mi vida había transcurrido entre recuerdos y entre sueños, de que nunca había vivido, al menos realmente.
Pero después, gracias a Dios, iluminado por esa luz que sólo aparece cuando lo cree necesario, comprendí que sí había vivido, y mucho, que lo había hecho cuando era todavía un niño, cuando era como aquellos a los que observaba y mi entorno era tan limitado como era en ese momento el de ellos. Al comprender la realidad, esa nueva y reveladora realidad, algo de esperanza me reconfortó bañando mi corazón de una tranquilizadora paz, pues, sin saber a través de qué extraños caminos del razonamiento, comprendí que cuando fuera viejo volvería a vivir cada segundo de mi existencia. También comprendí algo que debería haber comprendido mucho antes, que caminaba hacia el inicio, hacia mi principio, que vivir es buscarse y que la meta es encontrarse. Eso hizo que se me hinchara el alma, pudiendo así observar sus heridas, unas heridas que dejaron de parecerme perpetuas.
He englobado a los niños y a los viejos en un grupo extrañamente homogéneo, me dije, en un extraordinario grupo que tal vez sólo haya creado yo, después, sin decirles nada, me dirigí hacia ellos, hacia los que se les acababa la vida y hacia los que acababan de comenzarla: «Tal vez en vosotros, seres a los que la sociedad tiene apartados o menospreciados, esté la solución a todos los problemas del mundo, de este mundo errático que sólo sabe caminar hacia su destrucción, tal vez tengamos mucho que aprender de vosotros, pero tal vez sea demasiado tarde».
Otra vez, encogiéndome el corazón y haciendo más forzados sus latidos, se situaron las imágenes de la masacre en mi retina, otra vez, llenando de noche mi mirada y de una tenebrosa oscuridad mis pensamientos, sufrí el sufrimiento de todos aquellos que se situaban en otros continentes, otra vez, engullido por ese pesimismo que me había perseguido sin desfallecer y casi aniquilado por la tristeza, lloré lágrimas de otros, lágrimas sinceras que resbalaron por mi rostro hasta situarse en sus confines, para, después de luchar contra la gravedad durante unos interminables segundos, caer hacia el vacío inundándolo de melancolía.
Nada ni nadie parecía poder absorber toda esa tristeza, pero el suelo, mi suelo, el suelo de todos los habitantes del planeta, pétreo e inamovible, aparentemente imperturbable, fue capaz de neutralizar todo ese dolor absorbiendo esas saladas gotas y absorbiendo con ellas las sombras que me habían envuelto. He hecho mía tu pena, me dijo la tierra sin decirme nada, pero son muchas las asumidas y noto que empiezo a resquebrajarme. Ya lo sé, le dije yo también sin decirle nada, sé que sufres todas nuestras penas y que te hacen daño todas nuestras guerras, sé que la locura de esos fanáticos religiosos te ha herido el alma, sé que el derrumbe de esas mastodónticas torres te ha hecho padecer, sé que todas esas muertes, las que han sido y las que serán, te han acongojado, porque sé que vives y porque sé que sientes.
Volví a acordarme de ese grupo extrañamente homogéneo sólo creado por mí, ese grupo en el que se hallaba el principio y el final dándose la mano, ese grupo en el que la vida formaba un círculo y con ello la eternidad, al acordarme de ellos lo comprendí todo, o al menos todo lo importante. Comprendí, que instalándome en el pasado me instalaba en la nada, que el pasado es algo ficticio que ya no existe, también que instalándome en el recuerdo de esa masacre sufriría eternamente unas muertes que habían dejado de producirse. Comprendí, también, que instalándome en el futuro, al igual que instalándome en el pasado, me instalaba en la nada, que el futuro es algo ficticio que todavía no existe y que tal vez nunca existirá, también que instalándome en esa guerra que todavía no había comenzado, sufriría unas muertes que todavía no se habían producido y que tal vez nunca se producirían. Comprendí todo esto y muchas cosas más. Comprendí que debía vivir el presente, mi presente, ese que me estaba configurando, comprendí que en él no tendría cabida el rencor, tampoco la venganza, que en él sólo tendría lugar un aprendizaje: «Nadie tiene derecho a quitarle la vida a otro, nadie tiene derecho a imponer sus ideas por la fuerza, nadie está en poder de la Verdad». Fue tan grande el descubrimiento que desee promulgarlo para que todos aprendieran lo que había aprendido yo, pero, sin saber de nuevo a través de qué extraños caminos del razonamiento, supe, con absoluta seguridad, que de nada serviría divulgar mi descubrimiento, que, por muy elaboradas que estuvieran, de nada servirían mis palabras.
He ganado sólo para mí, me dije, nada puedo ofreceros a vosotros, soy el vencedor de mi propia batalla, de esa que se ha mantenido en mi interior, pero siento un sabor profunda e indescriptiblemente amargo por no poderos hacer partícipes de esta victoria, pues descubrimientos tan grandes sólo se pueden comprender cuando salen de dentro, cuando, mediante la observación, uno comprende los verdaderos motivos de su existencia.
Caí de rodillas, después, desde esa sumisa aptitud, miré al mundo, a todo el mundo, los miré con los ojos del alma que son los únicos capaces de realizar esa proeza, y, sin decirles nada, les dije que observaran a los niños y a los viejos, que sólo así podrían descubrir lo que había descubierto yo.
Más tarde, envuelto por una tristeza infinita, me situé en el horizonte de la vida, en el horizonte de los mundos, en mi horizonte, allí me olvidé de todos aquellos a los que antes me había dirigido, también del dolor padecido por la masacre, también del miedo al devastador efecto de las represalias occidentales, allí comencé a vivir de nuevo el presente, mi presente, el único presente, ya en él, noté, nuevamente, que allí no existían los rencores, tampoco los deseos de venganza, simplemente un aprendizaje, el mismo aprendizaje: «Nadie tiene derecho a quitarle la vida a otro, nadie tiene derecho a imponer sus ideas por la fuerza, nadie está en poder de la Verdad».
Entristecidamente alegre, sin palabras, sin sonido, lancé ese mensaje a la atmósfera, lo escribí en el aire con esas letras doradas que sólo el alma es capaz de ver, con la esperanza, la pequeña y a la vez gran esperanza, de que todos los demás lo leyeran y lo asumieran como propio. Nada más puedo hacer, les dije a todos los habitantes de la tierra sin decirles nada. Mucho es, me dijeron otros sin palabras
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