INFINITA TRISTEZA (tragedia 11 S)

Después de ver una y otra vez la misma imagen, esa terrorífica imagen que, hasta ese momento, pocos habían sido capaces de imaginar. Después de sufrir el sufri­miento de todos aque­llos que se hallaban cerca de la tragedia, esa tragedia que, hasta que no fue retransmitida por televisión, a casi todos nos pareció imposi­ble. Después de llorar con las lágri­mas de todos aquellos que habían resultado heridos y de todos aquellos que habían perdi­do a al­guien querido, abando­né mi casa, llena de una soledad insondable, para no ser destrozado y devo­rado por el pesi­mismo.

Anduve, durante casi media hora, errante, confuso, inten­tando borrar de mi retina las imágenes de aquella catás­trofe que se había empeña­do en cami­nar junto a mí, inten­tando arrancar de mi memoria aque­llos desco­munales derrum­bes que me habían hecho tambalear.

Gracias a Dios, llegué a un parque en el que unos entretenidos ancia­nos parecían igno­rar la realidad, esa que a mí me estaba destrozando. ¿Cómo puede ser?, me pregunté al observar­los. Quizás la igno­ran porque esa es una reali­dad que no les pertene­ce, acabé respondiéndo­me, tal vez sea que, cansados ya de tantas derro­tas y hartos de ver millones de sueños frustra­dos, han aprendido a vivir sólo en el diminu­to espa­cio que ocupan y sólo en el presente que camina a su lado, tal vez sea, también, que, cansados ya de tran­sitar por el an­gosto camino de la vida, han aprendido a ir dejan­do atrás, casi con paciencia, cada segundo que les acerca a la muer­te, a ese temido paso que hace tiempo ha dejado de pare­cerles leja­no. Segura­mente sea ese el secreto de su tran­quili­dad, me dije, seguramente la cerca­nía del último viaje les permi­ta obser­var las cosas desde otra pers­pec­tiva, una perspec­tiva más real que la que tenemos los que cree­mos lejano el fin.

Seguí obser­vándolos y estudiándolos, empapándo­me de su filoso­fía. Sentí envidia al ver que tampoco les im­portaba lo lejano, esos lugares en los que me hallaba yo lloran­do lágrimas de otros, lágri­mas pasadas y lágrimas que estaban por llegar. También es lógico, acabé susurrándo­me, no les im­porta lo lejano por­que sus can­sados pies han decidi­do caminar sólo tra­yec­tos cortos.

¿Quién se halla lejos de la reali­dad, ellos que parecen ignorar lo que ha ocurri­do o yo que estoy profunda­men­te apesa­dum­brado por lo que puede ocu­rrir?, me pregunté con la sensación de que era otro el que formulaba ese interro­gante. No supe con­testar­me, sólo supe abando­narme y dejar­me seducir por ese sosega­do mundo lleno de senec­tud.

No sé cuanto tiem­po trans­currió, sólo sé que, pasada una pequeña eterni­dad y casi sin darme cuen­ta, encontré la res­puesta a esa pregunta que antes quedó sin ella. Yo soy el que se halla lejos de la reali­dad, me dije, tan lejos que he cruzado los límites del mundo real y cami­no por otro mun­do, intangi­ble, que sólo existe en mi cabeza.

Una bola pequeña era lanzada a varios metros de distan­cia, después, una bola mayor intentaba pararse cerca de ella, en eso consistía el juego que les entretenía, en conseguir situar unas bolas de metal cerca de esa otra más peque­ña y de made­ra. Dos grupos, de tres inte­grantes cada uno, se olvida­ban de todo su entorno e intentaban ganar esa batalla en la que nunca había víctimas y en la que la recompensa que recibía el gana­dor consistía sólo en la satisfac­ción perso­nal de haber triunfa­do, en un premio que, creado de la nada, ofre­cían, sin trau­mas, los vencidos. Bonita bata­lla me dije, y después de ver muchas, bonita guerra en la que nada impor­tante se juega y en la que nada importante se pierde, ojalá todas las guerras fueran igual que esta, ojalá la guerra que se aproxima fuera tan des­tructiva como la que ahora obser­vo, pero no, no será así, por desgracia, se perderá mucho, tanto, que tal vez nunca seamos capaces de recuperarnos.

Volvían a mi retina las imágenes ante­rior­mente observa­das, volvía a mi corazón el sufrimiento de todos aque­llos que esta­ban heridos, el sufrimiento de los que habían perdi­do a alguien queri­do y el sufri­miento de esos pueblos que sufrirían la ira de los america­nos, vol­vían a mis ojos las lágri­mas de todas aque­llas perso­nas que, aún estan­do lejos, se habían situado a mi lado. No he aprendi­do de voso­tros, les dije a los ancianos sin decirles nada, todo este tiempo a vuestro lado, obser­vando vuestro apacible mundo, no ha servi­do para nada, sigo pertene­ciendo a ese grupo de perso­nas, por desgra­cia numeroso, que se sitúan en otros lugares y en otros tiempos, olvidándose por com­pleto del lugar en el que se encuentran y del momento que viven, sigo perte­neciendo a ese grupo, por desgra­cia nume­ro­so, que se olvida de su vida y de las vidas que hacen impor­tante la suya.

Lleno de una profunda melan­co­lía, comencé de nuevo a cami­nar por las calles de la ciudad, también por los oscu­ros sende­ros de ese pesi­mis­mo del que, sin llegar a conse­guir­lo, llevaba algún tiempo huyen­do. Fueron intensos minu­tos en los que desparramé lágrimas, esta vez mías, que se dirigieron hacia dentro, hacia el alma misma, y lo hicie­ron porque intentaban limpiar la herida que la catás­trofe y sus consecuencias habían produ­cido. ¡Cuánto dolor estaba soportando y cuán­ta aflicción pade­cien­do!, la noche de todos los mundos me había rodeado y parecía querer engu­llirme y hacerme desapare­cer.

Gra­cias a Dios, llegué de nuevo a un par­que, pero en este, al contrario que en el otro, la vejez apenas aparecía, la infancia era la que lo goberna­ba, con todas sus risas y todas sus ilusiones, con todas sus voces y todas sus ansias, con toda su vitalidad. Allí observé que los niños, al igual que los viejos, pare­cían ignorar lo que había ocurrido. ¿Quién se halla más lejos de la realidad?, volví a pre­gun­tarme con la sensación de que era otro el que me formulaba el interro­gante.

Observan­do ese mun­do de juegos y de risas, ese dimi­nuto pero gran mun­do, me di cuen­ta, al igual que me había sucedido antes, que el que se hallaba lejos de la reali­dad era yo, los niños eran los que la vivían intensa­mente, los que, absortos de todo el entor­no que se situara fuera de ese parque, vivían el presen­te y disfru­taban de él, cre­cien­do, como no, al acumular experien­cias, sin embargo yo, situado en el pasado y en el futuro, situado también en lejanos lugares, no sólo no crecía al per­derme todas las expe­riencias del presente, sino que iba mu­rien­do y despe­da­zán­dome en trozos que iba dejando en el cami­no, mu­riéndo­me por muertes de otros que ya caminaban hacia el pasado y despedazán­dome en trozos por muer­tes de otros que todavía no habían llegado. Tampoco he apren­dido de vosotros, les dije a los niños sin decir­les nada, todo este tiempo observan­do vuestro diverti­do mundo no ha servido para nada, sigo perte­neciendo a ese grupo, por desgracia numero­so, que viviendo en el pasado o en el futuro se pierde todos los presentes.

Con un profundo dolor y una angustiosa frustración, me di cuenta de que mi vida había transcurrido entre re­cuer­dos y entre sueños, de que nunca había vivido, al menos realmen­te.

Pero después, gracias a Dios, ilumina­do por esa luz que sólo aparece cuando lo cree necesa­rio, com­prendí que sí había vivi­do, y mucho, que lo había hecho cuando era todavía un niño, cuando era como aquellos a los que observaba y mi entor­no era tan limitado como era en ese momento el de ellos. Al com­prender la reali­dad, esa nueva y reveladora realidad, algo de espe­ran­za me reconfor­tó bañando mi corazón de una tranqui­lizadora paz, pues, sin saber a través de qué extraños caminos del razona­mien­to, comprendí que cuando fuera viejo volve­ría a vivir cada segundo de mi existen­cia. También com­prendí algo que debería haber comprendi­do mucho antes, que caminaba hacia el inicio, hacia mi princi­pio, que vivir es buscarse y que la meta es en­contrar­se. Eso hizo que se me hincha­ra el alma, pudien­do así observar sus heri­das, unas heridas que dejaron de parecer­me perpe­tuas.

He englobado a los niños y a los viejos en un grupo extra­ñamente homogé­neo, me dije, en un extraordinario grupo que tal vez sólo haya creado yo, después, sin decirles nada, me dirigí hacia ellos, hacia los que se les acababa la vida y hacia los que acababan de comenzar­la: «Tal vez en voso­tros, seres a los que la sociedad tiene apartados o menos­pre­ciados, esté la solución a todos los problemas del mun­do, de este mundo errático que sólo sabe cami­nar hacia su destruc­ción, tal vez tenga­mos mucho que apren­der de vosotros, pero tal vez sea demasiado tar­de».

Otra vez, encogiéndo­me el cora­zón y hacien­do más forza­dos sus latidos, se situa­ron las imágenes de la masacre en mi retina, otra vez, llenando de noche mi mirada y de una tenebrosa oscuri­dad mis pensamientos, sufrí el sufri­miento de todos aque­llos que se situaban en otros conti­nentes, otra vez, engullido por ese pesimis­mo que me había perse­guido sin desfallecer y casi aniquilado por la triste­za, lloré lágrimas de otros, lágri­mas sinceras que resba­laron por mi rostro hasta situarse en sus confines, para, después de luchar contra la grave­dad durante unos interminables se­gun­dos, caer hacia el vacío inun­dándolo de melancolía.

Nada ni nadie parecía poder absorber toda esa tristeza, pero el suelo, mi suelo, el suelo de todos los habitan­tes del planeta, pétreo e inamovi­ble, apa­rentemente imper­turba­ble, fue capaz de neutralizar todo ese dolor absor­biendo esas saladas gotas y absorbiendo con ellas las sombras que me habían envuelto. He hecho mía tu pena, me dijo la tierra sin decir­me nada, pero son muchas las asumidas y noto que empiezo a resque­brajar­me. Ya lo sé, le dije yo también sin decirle nada, sé que sufres todas nues­tras penas y que te hacen daño todas nues­tras gue­rras, sé que la locura de esos fanáticos religio­sos te ha herido el alma, sé que el de­rrumbe de esas mastodónticas torres te ha hecho pade­cer, sé que todas esas muertes, las que han sido y las que serán, te han acon­gojado, porque sé que vives y porque sé que sientes.

Volví a acor­darme de ese grupo extra­ñamente homogé­neo sólo creado por mí, ese grupo en el que se hallaba el prin­cipio y el final dándose la mano, ese grupo en el que la vida formaba un círculo y con ello la eternidad, al acor­dar­me de ellos lo com­pren­dí todo, o al menos todo lo impor­tante. Comprendí, que instalándo­me en el pasado me insta­la­ba en la nada, que el pasado es algo ficticio que ya no existe, también que instalán­dome en el re­cuerdo de esa masacre sufriría eter­namen­te unas muertes que habían dejado de produ­cirse. Comprendí, también, que insta­lándome en el futuro, al igual que instalándome en el pasado, me instala­ba en la nada, que el futuro es algo ficticio que todavía no existe y que tal vez nunca existi­rá, también que insta­lándo­me en esa guerra que todavía no había comen­zado, sufriría unas muertes que todavía no se habían produci­do y que tal vez nunca se produci­rían. Comprendí todo esto y muchas cosas más. Com­prendí que debía vivir el presen­te, mi presen­te, ese que me estaba configu­rando, comprendí que en él no ten­dría cabida el rencor, tampoco la venganza, que en él sólo ten­dría lugar un apren­dizaje: «Na­die tiene dere­cho a quitar­le la vida a otro, nadie tiene derecho a imponer sus ideas por la fuerza, nadie está en poder de la Ver­dad». Fue tan grande el descubri­mien­to que desee promul­garlo para que todos aprendie­ran lo que había aprendido yo, pero, sin saber de nuevo a través de qué extraños cami­nos del razona­miento, supe, con absolu­ta seguridad, que de nada servi­ría divul­gar mi descubri­mien­to, que, por muy elaboradas que estu­vie­ran, de nada servi­rían mis pala­bras.

He ganado sólo para mí, me dije, nada puedo ofreceros a vosotros, soy el vencedor de mi propia bata­lla, de esa que se ha mantenido en mi inte­rior, pero siento un sabor pro­fun­da e indescrip­tible­mente amargo por no pode­ros hacer partícipes de esta victoria, pues descu­bri­mientos tan gran­des sólo se pueden com­pren­der cuando salen de dentro, cuando, mediante la obser­va­ción, uno compren­de los verda­de­ros motivos de su existen­cia.

Caí de rodillas, después, desde esa sumisa aptitud, miré al mun­do, a todo el mundo, los miré con los ojos del alma que son los únicos capaces de realizar esa proeza, y, sin decir­les nada, les dije que observa­ran a los niños y a los viejos, que sólo así podrían descubrir lo que había descu­bierto yo.

Más tarde, envuelto por una tristeza infini­ta, me situé en el hori­zon­te de la vida, en el hori­zonte de los mundos, en mi horizon­te, allí me olvidé de todos aque­llos a los que antes me había dirigido, tam­bién del dolor padecido por la masacre, también del miedo al devasta­dor efecto de las represa­lias occiden­tales, allí comencé a vivir de nuevo el presente, mi presente, el único presente, ya en él, noté, nuevamente, que allí no exis­tían los renco­res, tampoco los deseos de ven­ganza, simple­mente un apren­dizaje, el mismo apren­dizaje: «Na­die tiene dere­cho a quitarle la vida a otro, nadie tiene derecho a imponer sus ideas por la fuerza, nadie está en poder de la Ver­dad».

Entristeci­damente alegre, sin pala­bras, sin soni­do, lancé ese mensa­je a la atmós­fera, lo escribí en el aire con esas letras doradas que sólo el alma es capaz de ver, con la espe­ranza, la pequeña y a la vez gran espe­ranza, de que todos los demás lo leye­ran y lo asumieran como propio. Nada más puedo hacer, les dije a todos los habitantes de la tierra sin decir­les nada. Mucho es, me dijeron otros sin pala­bras

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